Era 1995 y yo vivĂa en Cricklewood, un siniestro barrio londinense donde, una dĂ©cada atrĂĄs, Dennis Nilsen habĂa matado a quince personas y arrojado sus restos por el retrete. No era muy feliz. Cultivaba una anorexia a media jornada, trabajaba en McDonaldâs, vivĂa con un expresidiario y varios ratones, habĂa roto con una novia (horrible) y con la subcultura mod. TenĂa veinticuatro años y creĂa que mis sueños se habĂan ido por el vĂĄter, como cachos de vĂctimas de Nilsen. Incluso habĂa dejado de leer, tras decidir, con Philip Larkin, que los libros eran «un montĂłn de mierda» y que valĂa mĂĄs «darle al frasco». Y escuchar rockânâroll. Entonces recibĂ un paquete de mi madre. ContenĂa un ejemplar de Alta fidelidad, de Nick Hornby, y una carta: «Este libro eres tĂș.» Y lo era. De acuerdo, yo no llevaba «jersĂ©is horribles», como Rob, el propietario de la tienda de discos que protagoniza la novela, pero el libro la clavaba en lo restante: melancolĂa (tic), obsesiĂłn por hacer listas (tic), casetes recopilatorios con fines amatorios (tic), halo loser (tic), nerdez irreparable (tic), odio a Sting (requetetic). Alta fidelidad me recordĂł que algunas novelas sĂ hablaban de mi (nuestra) circunstancia. Me devolviĂł la ilusiĂłn y recalentĂł mi entusiasmo. Me hizo volver a amar los libros (aunque nunca dejĂ© de darle al frasco). Y me recordĂł (supertic) que la mĂșsica pop era la octava maravilla del planeta. Miradme: 1996, cuarto enmoquetado, engullendo Barons de lata y escribiendo paridas mientras suena el Ten Spot de Shudder to Think y el Demmamussabebonk de Snuff. Tras varios años de rencor homicida, asoma en mi cara una cauta sonrisa.